Cocinar una bandera

Cocinar una bandera

Salgamos al mercado, demos un paseo por la sección de perecederos. Podemos encontrarlas de diferentes procedencias; las regionales, producto de proximidad, aunque apenas conocidas, las autonómicas, muy de moda en los últimos tiempos,

incluso con nuevas variedades que han ido ganando terreno entre los paladares más exigentes, descontentos o sibaritas, y la estatal, la de siempre, la que debería ser el plato típico y representativo de todos, ese que, vivamos donde vivamos, tendríamos que degustar con fruición. Compremos la que queramos a buen precio (algunas las regalan en promociones) o, si tenemos cierto reparo ante el anisakis, llevémonosla congelada, que las hay muy buenas todo el año.

Una vez en casa, al tibio calor de nuestra cocina, conviene lavarla suavemente con delicadeza y dejarla escurrir unos minutos para evitar restos de plaguicidas o aditivos añadidos artificialmente, o simplemente para quitarles la tierra de origen que siempre pueden traen entre sus pliegues (esto último, al gusto, hay quienes disfrutan teniendo siempre la tierra de otros entre los dientes). Extendámosla sobre la encimera para su mejor manipulación, enharinando primero la superficie de la misma para evitar que se nos pegue, y amasemos con vigor hasta hacer una pelota que ya no se adhiera a nuestras manos. Volvamos a extenderla con la ayuda de un rodillo hasta darle la forma que deseemos y coloquémosla sobre la bandeja del horno, previamente recubierta con papel vegetal. Pinchemos la masa con un cuchillo y con la saña equivalente a nuestro deseo de que suba más o menos cuando vaya cogiendo temperatura, y pincelemos con huevo batido sus bordes para que cojan ese color dorado y tostadito que deja la victoria. Apliquemos una capa suave de prejuicios de temporada y coloquemos en un lateral una picada a base de supremacismos y medias verdades sazonada con unos granitos de desprecio y pimentón al gusto. Doblémosla sobre su eje y volvamos a sellar con huevo batido las esquinas para evitar que se nos salga el relleno. Llegados a este punto, ya podremos meterla al horno, previamente calentado a ciento ochenta grados (las banderas, como sus porteadores, toleran muy bien las altas temperaturas). Pasados cuarenta y cinco minutos, sacarla y colocarla en plato plano, servida con el jugo que haya desteñido por encima (el rojigualda es muy frecuente en muchas de ellas y les da un sabor que, aunque parecido en todas, genera múltiples matices en los paladares más avezados, aunque imperceptibles en los del más común de los comensales.

Y nada más, disfruten de su bandera. Esta vez la hemos cocinado al horno, pero también puede prepararse a la cazuela, frita o al baño María. Las hay incluso especiales para microondas, para los que quieren disfrutar al instante de su singularidad sin perder el tiempo en zarandajas. Mucho, mucho, la verdad, no quitan el hambre, pero te mantienen entretenido para que no caigas en la tentación de querer preparar platos más elaborados y nutritivos. Eso sí, bajan mejor con un buen vino, caldos de los que tenemos en toda nuestra geografía de gran variedad y excelencia. Así que salud y buen provecho.

Ismael Pérez de Pedro

Poeta