
LLUVIA DE ESTRELLAS
Dicen que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.
En los veranos de mi infancia, en días como este, subíamos en pandilla a lo alto de la montaña a contemplar las Perseidas. Nos tumbábamos sobre la hierba lejos de toda contaminación lumínica, bajo el embozo de seda de la noche, a ver caer esos pequeños milagros incandescentes.
Pedíamos deseos cada vez que una cruzaba la cúpula de nuestra mirada. Deseos de adolescente; el beso pretendido de alguien recostado a tu lado y que nunca viajó de la
imaginación a los labios, aprobar las asignaturas pendientes para septiembre, deseos, en definitiva, fútiles, nimios, frívolos incluso, vistos desde la perspectiva cruel de la distancia.
Esta noche, desde mi pequeña terraza, trataré de ver alguna, quizás, seguramente, más con la nostalgia que con los ojos. Será difícil; la contaminación de la ciudad y de los años pondrá muchos impedimentos, lo hará complicado. Algo tiene la inmensidad que te hace sentir pequeño.
Albergo algunas veces la idea de volver una noche a aquellos sitios de hace ya más de treinta años, pero, aunque permanecieran intactos, no serían como en mis recuerdos. Nada es ya como lo recordamos.
Y aquellos, los de entonces, tampoco somos los mismos.
¿Se acordarán de mí? ¿Alguien en todo este tiempo, alguna vez, habrá pensado qué habrá sido de aquel que por unos días compartió un trocito de su existencia?
Vale la pena seguir pidiendo deseos a las estrellas, aunque uno a estas alturas sepa ya que en nada influyen en su cumplimiento. Perder la ilusión, como perder la esperanza, es adentrarse en un bosque demasiado oscuro.
Quiero seguir teniendo sueños, aunque nunca se cumplan. Quizás el sentido de todo esto no esté en el lugar de destino, sino en el viaje.
Y quién sabe; tal vez cualquiera de nosotros seamos el deseo de alguien, puede que, incluso, su deseo cumplido.
Ismael Pérez de Pedro