DONUTS DE AZÚCAR

DONUTS DE AZÚCAR

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La tristeza me sabe a dulce. Y también como la última vez que viajé con mi amiga, en que nos plantamos un poco lejos de casa, en un pueblo entre montañas al que llaman “de las cien fuentes”.

El olor a humedad de la vegetación, de los árboles, frondosos y muy verdes, con todas las tonalidades posibles, nos dio la bienvenida a mi amiga y a mí. 

Ese pueblecito es todo un espectáculo a disfrutar en primavera. Pero en aquellos momentos no me importaba lo más mínimo: solo quería cambiar de aires, escapar de los lugares cotidianos, repetidos hasta la saciedad.

Cuando mi amiga y yo nos íbamos fuera de nuestra ciudad es que alguna de las dos había tenido un desengaño amoroso o un disgusto, una decepción con alguien a quien creíamos de nuestra parte. Lo primero que hacíamos al llegar al destino a donde nos llevaran las ganas era atiborrarnos de donuts bañados en azúcar, los de toda la vida, los del niño del anuncio que iba al colegio y se los llevaba de dos en dos en su mochila.

Dar el primer mordisco al dulce redondo con su típico vacío central era algo así como probar el paraíso. Nuestra tendencia, la de mi amiga y la mía, a engordar los hacían prohibitivos a diario. Las ocasiones de atracón no eran para nosotras moco de pavo. Y allí estábamos esos días que ahora recuerdo, en la plaza central de esa población que antaño fue refugio de bandoleros, saboreando nuestras berlinas blanditas, que se deshacían en la boca y creaban adicción. 

Esponjosas y de tentación continua, a medida que las comíamos la aflicción nos abandonaba. Cambiábamos lágrimas por risas y por la satisfacción de llenar la barriga con el placer siempre postergado. De eso a comprender que nuestros problemas quedaban conjurados, solo había un paso, y siempre era el mejor que dábamos. En aquel último viaje con mi amiga también lo fue. Aún siento en los labios ese sabor azucarado y sigo viendo la sonrisa de ella. Aunque ya nunca esté conmigo.

Patricia Aliu

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