Un día, en el café de los locos del que alguna vez ya he hablado, y que no se llama así, pero de tal modo lo conocen porque, al estar cerca de una residencia de salud mental, van muchos internos a pasar sus horas libres, un día—digo— un grupo de los habituales discutían entre el humo del tabaco sobre la diferencia entre lo eterno y lo infinito.
Unos decían que lo eterno no tiene principio ni final, pero lo infinito lo único que no tiene es fin, pero sí principio, a lo que otro contestó que una cosa que no tiene final sólo por un extremo no pude ser infinita porque entonces por el sentido contrario sí lo tendría y ya sería finita. Concepciones físicas o filosóficas al margen, y aunque los argumentos no fueran los adecuados, lo que más me inquietó de la conversación fue darme cuenta de lo poco que sabemos de todo. Creemos que tenemos ciertos conocimientos, y es así, pero, como también comentó uno de esos maravillosos ponentes, ¿qué aportamos al conjunto? Se preguntaba él (y nos fuimos uniendo al debate) que, si mañana hubiese un cataclismo mundial de proporciones bíblicas y quedasen vivas, pongamos, un millón de personas repartidas por todo el planeta, ¿llegaría antes la recuperación o nuestra extinción total? ¿Cuánto tardaría el mundo en ser algo parecido a lo que conocemos?
¿Qué sabemos hacer? Deberían sobrevivir físicos, claro, y químicos, y arquitectos, y médicos… pero aun en las proporciones adecuadas y esparcidos por los diferentes países, sin electricidad, sin gasolina, sin aviones ni barcos ni la capacidad para fabricarlos (al menos no como los conocemos y usamos habitualmente) y sin teléfono, ¿cuántos años pasarían hasta poder ponerse en contacto entre ellos (barreras idiomáticas aparte, que esa es otra) para poder armar de nuevo una sociedad similar a la que habría desaparecido?
Pensemos por un momento a cuántas personas de nuestro alrededor conocemos capaces de fabricar un antibiótico o un anticoagulante, a cuántas capaces de realizar una cirugía y, de esas, a cuántas que pudieran lograrlo sin la tecnología actual, sin pantallas, sin luz. ¿Cuántas son capaces de levantar una casa, de hacer un alcantarillado, de conducir agua hasta un grifo o hacer un pozo? Retrocederíamos cientos de años al instante.
Pensemos en cómo nos sentimos hoy en día cuando se produce un corte de luz de unas horas, por ejemplo, en todos los inconvenientes que nos genera tal situación, y quizás encontremos alguna respuesta. Pensemos también que una buena parte del mundo vive permanentemente sin electricidad y comparémosla con nosotros, con los que podemos leer una divagación como esta a través de una tablet, teléfono u ordenador en cualquier parte del mundo porque no tenemos nada más urgente que hacer o en lo que pensar.
Sostenía este tertuliano que sólo unos pocos elegidos con conocimientos específicos, en tratos entre ellos, dominan el mundo, y los demás apenas somos mano de obra, por muy técnica o cualificada que sea (cuando lo es) al servicio de lo que estos elegidos (por ellos mismos o ves a saber por quién) decidan en todo momento sobre el rumbo que ha de tomar nuestra existencia.
Hay quienes opinan que periodos así de oscuridad y semiextinción ya han pasado a lo largo de la historia de la humanidad, y en cierto modo se hace difícil creer que el ser humano haya evolucionado tecnológicamente más en cien años que en cien mil, teniendo, en principio, los mismos medios a su alcance para hacerlo.
Quizás la humanidad haya llegado varias veces en su historia a un punto de desarrollo tal que la llevara a su propia involución en diversas ocasiones, y cada nuevo comienzo nos ha costado miles de años, tras haber quedado reducidos a lo básico, a lo urgente, a un mero instinto genético que, durante siglos, hubo de relegar florituras y avances técnicos en pos de mantenerse con vida, o de quitársela al vecino, al que pudiera ver como enemigo u obstáculo en sus prioridades. Quién sabe, es posible que los mismos avances técnicos comenzaran precisamente para atacar o defenderse de esos contrincantes y que fueran el germen de otros utilizados más tarde para mejores y menos bélicos fines. Que el recelo y el odio, en definitiva, sean, paradójicamente, los que nos hacen evolucionar como sociedad.
En fin, que seguramente somos mucho más prescindibles de lo que nos creemos y mucho menos autónomos de lo que nos pensamos. A lo sumo, nos dejan creer que tomamos alguna decisión en nuestras vidas. O qué se yo, quizás el café de hoy estaba demasiado cargado. O nosotros demasiado vacíos.
Ismael Pérez de Pedro.
Poeta.