El vendedor del tren. Viejos pregones, nuevos silencios

El vendedor del tren. Viejos pregones, nuevos silencios

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Hierbas para varices, para la gota y el estreñimiento. Manzanilla de Sierra Morena, cola de caballo para el colesterol,

diente de león para curar la anemia. Inciensos de Oriente. —¿Te digo la buenaventura?

Los perfumes del pachuli y el jazmín. Hace sol este otoño por el barrio de la Magdalena, calles que van al castillo o a la plaza de La Audiencia.

Siempre me han parecido los mercadillos una reliquia de un tiempo pasado, aunque ahora sean una masiva venta de saldos y zapatos chinos.

También me gustaban los vendedores que cíclicamente llegaban por mi casa. Apenas yo era un niño e imaginaba que venían de tierras lejanas y, en efecto, así era en aquel tiempo en que todo estaba lejos. Llamaban a nuestra puerta viajantes de Sabadell con tejidos, buhoneros, ambulantes con quesos manchegos, con vino, con aceite… En las plazas, durante los veranos, acudían heladeros de Valencia con vistosos carros que ellos mismos empujaban.

Todo eso he recordado cuando he vuelto a ver a un hombre que siempre subía al tren que va de Barcelona a Sevilla, el famoso «sevillano» o «El catalán», según el destino de los viajeros; tren que tantas lágrimas y, a la vez, tantas ilusiones ha llevado. Este hombre, también vendedor ambulante, subía en Albacete e iba pregonando su mercancía con voz poderosa por los vagones.

—¡Cuchillos, estiletes, navajas de Albacete!

Hacía varias pasadas hasta que se bajaba en Alcázar de San Juan. Allí lo imaginaba subiendo a un tren ascendente para volver a su casa.

Como no sé cómo se llama, permitidme que lo haga con uno muy típico de la tierra: lo voy a llamar Juan. Sí, ya sé que soy poco original, pero es el nombre del patrón de la capital y me trae recuerdos emocionados de un amigo de esa misma ciudad al que le perdí la pista hace ya mucho tiempo.

En uno de los viajes que hice a Andalucía no subió Juan. Tampoco al siguiente, y así durante tanto tiempo que no sabría decir. Llegué a pensar que había muerto. Hasta hoy, que he vuelto a verlo camino de Barcelona, y ha desencadenado en mí tantos recuerdos de niñez… Pero ya no pregona su mercancía. Ha pasado mostrándola por los vagones en silencio, y he observado que ahora también lleva lotería.

Luego he ido al bar y en un rincón lo he visto tristón. Me he acercado a él y le he comprado un décimo para Navidad, más que nada por charlar. Pero Juan apenas puede hablar, solo sonidos ásperos salen de su garganta y a la altura del cuello observo una especie de babero de tela, que oculta lo que debe ser, pienso, el motivo de su tristeza.

Entonces, me asalta la nostalgia por los ausentes. Pienso en madre, es dos de mayo, cada vez más lejos, mientras el tren avanza por tierras de La Mancha que perpetuó Cervantes.

Me doy cuenta
que esto es
tal una crónica,
poemas de palabras torpes.
Emociones que llegan
como si fuera tu casa
y me asaltan para decirme:
hola soy el desconsuelo
¿me conoces? 

Soy la oscuridad,
la carencia,
la oración del apóstata,
la memoria del octubre traidor,
¿me conoces?

Le contesto que sí,
que claro que lo conozco,
pero dónde el laurel
que anuncia tus guisos,
el azafrán,
tus manos de niña en la hogaza.

El orfelinato
donde se hospedaba
el contento.
Las metáforas que me hablen
de la transparencia y seas tú.

Dónde celebrar
que vuelven las cigüeñas.
Que hay más helor
claro que sí,
pero llega una edad más cierta.
Aunque ahora vea menos sol
entre los lirios del agua.

Felipe Sérvulo

( Mayo 2021 )