EL DESTINO DE LA SERRANA ISABEL

EL DESTINO DE LA SERRANA ISABEL

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El lugar de Isabel en el mundo está entre montañas, las de la Sierra de Tormantos, una estribación de la de Gredos. En la Edad Media llamaban Ad Fauces (“junto a las gargantas”,

en latín) a la villa donde nació.

Un nombre muy descriptivo, ya que al pueblo parece que se lo han tragado las rocas de los montes y se ha integrado en la vegetación. Ahora es Garganta la Olla, en la comarca de la Vera de la extremeña Cáceres. 

La mujer de esta garganta en el cruce entre otras dos, la Mayor y San Blas, pertenece a la noble familia Carvajal. Es muy hermosa, con su cabellera morena y larga, casi hasta los pies. Casi siempre la lleva suelta, menos cuando se la trenza bajo la montera para ir a cazar. Como hoy. Isabel es alta y de complexión fuerte, vigorosa, y su falda corta muestra sus largas y potentes piernas rodeando con determinación los lomos de su caballo preferido, el negro Zorro. Parece una amazona, una Artemisa bien entrenada. Sus ojos, del mismo color que su cabalgadura, imponen. Miran a lo lejos, hacia el cercano monasterio de San Jerónimo de Yuste, antigua residencia del emperador Carlos I que envuelve ahora la hiedra. Esos ojos sueñan. Isabel de Carvajal está enamorada.

Ella piensa una vez más en Pedro, su prometido. Se casan el sábado, y estamos a jueves. Él es el sobrino del obispo de Plasencia. El matrimonio que se va a celebrar es de conveniencia, pero la suerte es que ella lo ama. Con locura. Su futuro marido —se estremece con sólo imaginar que lo será en unos días— es un encanto, sabe tratarla y la cuida. Atractivo a más no poder, con un respetuoso sentido del humor, inteligente y educado, es la enseña de todo lo que había deseado en un hombre. Isabel ha tonteado con unos cuantos en secreto desde que es mujer, pero a Pedro no le llega ninguno ni siquiera a la suela de los zapatos. Está orgullosa de que se fijase un día en ella y a veces no puede creerse que haya tenido la suerte de ser la elegida de su corazón. La ansiedad y la impaciencia por que llegue el gran día centran todos sus pensamientos y acciones desde que se concertó la fecha de la ceremonia. Ahora que está tan cerca el momento no puede aguantarse las ganas y no cesa de rememorar cómo lo conoció, en aquella fiesta que ofrecieron los padres de Isabel en honor al tío de Pedro con motivo de su cumpleaños. Setenta primaveras no se cumplen todos los días y los Carvajal le tenían mucha devoción al anciano obispo, que había bautizado a su hija siendo presbítero de Garganta la Olla.

El sobrino, ojito derecho de su tío, era el más apuesto, el más elegante de todos los jóvenes presentes en la reunión. Sólo por eso ya llamaba la atención de todas las muchachas casaderas y de la nobleza de la villa, invitadas a la conmemoración. Todas estaban preciosas: sus familias habían echado la casa por la ventana para que brillasen con sus mejores galas, peinados, maquillajes y perfumes. Las grandes fiestas no eran habituales y había que aprovechar las ocasiones que se presentaban. La expectación era muy grande y se notaba en todas las sonrisas, en todos los gestos y miradas de la concurrencia.

Empezaron a sonar los toques que anunciaban el primer baile, el más importante, ya que daba inicio a todos los demás de la noche. Las conversaciones, que habían llenado hasta el momento el salón de honor, se interrumpieron para observar a quienes se acumulaban y ordenaban poco a poco en el centro dispuestos a danzar. Siempre era motivo de curiosidad general ver quiénes se emparejaban —aparte de los matrimonios y novios ya conocidos—, qué vestimentas estrenaban y qué habilidad de movimientos tenían. Vamos, el cotilleo normal en estos casos.

Isabel jugaba con ventaja. Además de ser la hija única de quienes organizaban el festejo aquel día, su envidiada belleza destacaba entre todas. Su hermosura precisaba, como siempre, de pocos adornos y aún menos afeites. Era suficiente con ser ella misma en su lozanía, morena de piel por genes y por andar siempre al aire libre, y también sana por practicar ejercicio físico a diario cabalgando, tirando al arco o corriendo por las montañas amadas que conoce desde niña. Hicieron falta pocas presentaciones entre ella y el sobrino del obispo. Cuando el joven la vio entrar tarde en el salón —prerrogativa de los anfitriones— le faltó tiempo para invitarla a bailar. Parece muy típico, pero fue real: el flechazo, la atracción entre ambos jóvenes fueron instantáneos. Apenas se separaron en toda la noche. Que después los padres de Isabel y el tío de Pedro decidieran unirlos sólo fue el derrotero lógico de un buen principio. Desde entonces han transcurrido dos años.

El sonido de los cascos de un caballo que no es el suyo devuelve a la realidad a la chica que se casa dentro de dos lunas y que sonríe por los recuerdos. Vuelve la vista atrás y ve al objeto de sus ensoñaciones. La seriedad que trae contrasta con el brillo en la mirada de Isabel.

— Hola, cariño, ¿te ocurre algo? Vienes con cara fúnebre… ¿Puedo ayudarte?

— Sí, algo me pasa, Isabel, ¿puedes desmontar, por favor? Tengo que decirte algo muy importante.

A ella le extraña que él quiera hablar, cuando lo más normal es que, cada vez que se le acerca, quiera besarla y abrazarla como si no hubiera un mañana. ¿Qué puede haber ocurrido para este repentino cambio de costumbres? 

— Lamento tener que decirte esto a dos días de nuestra boda, con todo dispuesto y nuestra ilusión, pero no tengo otro remedio. Debo cancelar mi compromiso contigo ahora mismo. Mi tío ha tenido una discusión con autoridades eclesiásticas por encima de él y, si nos casamos, ya nunca podrá ascender a arzobispo. Esos mandamases, de quienes no puedo explicarte nada, no están de acuerdo con nuestro matrimonio después de esa discusión. No debo contarte más detalles, lo siento. El hecho de poner en peligro la carrera de mi tío, con todo lo que ha luchado y todas las esperanzas que ha depositado en ella, me impiden seguir. Te quiero, pero no puedo anteponer mi cariño por ti al futuro de mi tío, que tanto ha hecho por mí desde que me quedé sin padres. Espero que me comprendas. Nunca te olvidaré. 

Blanca como el papel. Sorprendida y muda. Triste y decepcionada. Así se queda Isabel después de escuchar el discurso que Pedro le ha soltado sin apenas respirar. Pero no tarda en reaccionar. No quiere llorar, y menos frente a él. A pesar de su juventud, no es mujer que desee provocar compasión. Ya llorará después, a solas. Ahora lo único que siente es rabia y unas ansias indecibles de venganza. Después de recuperar el aliento, no grita, no suplica que no la abandone a las puertas de la felicidad. Todo lo contrario. Deja ir la sentencia que sellará su destino y el de este mamarracho cobarde:

— No voy a comprenderte ni a compadecerme de ti jamás. No traicionas a tu tío, pero sí lo haces conmigo y mi familia. Deshonras a mis padres y me deshonras a mí. Anuncia a todos la nueva. Yo no pienso hacerlo. Desde este momento vigila tu espalda, porque nunca sabrás cuándo apareceré para acabar contigo y todo lo que te hace ser quién eres. Dedicaré lo que me queda de vida a destruirte, a ti y a todos los que son de tu misma condición. Confié en ti, me entregué, te amé como nadie volverá a amarte. Te arrepentirás de tu decisión, y todos los hombres del mundo, incluido tú, pagaréis por lo que acabas de hacer. Me encargaré de recordar, a cada paso que dé, con cada acción que emprenda y día tras día, de quién es la culpa de todas las desgracias que ocurrirán a partir de ahora en esta sierra, en estas montañas y en la comarca entera. Nadie volverá a reírse de mí. 

Sin darle tiempo a replicar, Isabel vuelve a montar en su caballo y pone, entre ese mal hombre y ella, toda la distancia que la velocidad le permite. Regresa a casa, cuenta a sus padres lo ocurrido y no acepta las palabras de consuelo que le dan. No es consolación lo que necesita ni lo que pide. Está furiosa. En sus ojos y en su corazón sólo hay espacio para la venganza. Comunica su determinación a su familia: marcharse sin mirar atrás. Les pide perdón, les da las gracias por todos sus desvelos, por todas sus enseñanzas y, con el inmenso dolor de su alma, les dice que tiene que seguir su camino, que no teman por ella, que ya no será la misma que ellos conocen. Entra en su habitación y recoge los objetos que considera imprescindibles para su vida. Arco, flechas, honda y escopeta son los pertrechos que se lleva, el único ajuar con el que contará desde ahora. Nunca ha sido una señoritinga débil y lo demuestra. Su caballo Zorro le espera en el portal del que ha sido su hogar. Monta de un salto limpio y desaparece tras el velo de lágrimas de sus padres, rumbo a la sierra que ha contemplado desde su nacimiento.

Cuenta la leyenda que, desde aquel día aciago de agosto, la que llaman Serrana de la Vera, una hembra recia, de espíritu agreste, gran belleza y fuerza sobrehumana, que recuerda a una Diana cazadora, vive en los montes, en una cueva que nunca ha sido hallada. Allí arrastra a los hombres con los que se cruza en los caminos para matarlos, quedarse con sus tesoros y guardar sus huesos. Casi siempre, después de emborracharlos y tener sexo con ellos. Los repudia a todos. Sigue contando la leyenda que un día se encontró con el malnacido que provocó su destino mientras aquel andaba de caza. Le arrojó su honda y nunca más se supo de él. 

Dicen que, en conmemoración a las víctimas que murieron a manos de la Serrana, se erigió una cruz en lo alto de la torre de Garganta la Olla, localidad en la que, si se la visita, puede verse la casa de la familia Carvajal, donde la bandolera que odiaba a todos los hombres por culpa de uno solo vivió hasta el momento de su deshonra.

Patricia Aliu 

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